En los códices Mixtecos, así como en los procesos inquisitoriales del siglo XVI aparece la historia de una mujer que refleja a muchas mexicanas, formadas en esa recia raíz que es la tradición indígena.
UNO FLOR nació en Yanhuitlán, Oaxaca, lugar
que significa tapete de plumas, tierra que en el virreinato llegó a producir seda de tal
calidad que competía con la oriental. La
vida pública de esta mujer inicia veinte años antes de la llegada de los
españoles. Elegida como esposa por 8 Muerte, hijo del Señor de Tilantongo, uno
de los pueblos más importantes de la región, dijo: “me caso, con la condición
de que 8 Muerte se venga a vivir a mi pueblo”. 8 Muerte contestó: “¡Qué necia
sangre! está bien, acepto, me voy a Yanhuitlán”. Esta pareja gobernaba la región
a la llegada de los españoles y con ellos negociarán de igual a igual el pacto
de vasallaje con la corona española.
UNO FLOR dijo al conquistador: “si tú te
quedas, yo también, esta es mi tierra, este es mi pueblo y seguiré gobernando”.
Luego dijo a los Dominicos: “mis tradiciones son sagradas”, y nunca aceptó ser
bautizada por fidelidad a sus dioses; pero contrato españoles como servidumbre para
que le enseñaran las nuevas usanzas a su familia. Puso una capilla en su casa, donde
junto a Jesucristo a quien respetaba, colocó a sus divinidades ancestrales. Por
su mandato, su hijo y sucesor 7 Mono lo bautizó, recibiendo con disgusto de los
encomenderos el nombre más importante para los dominicos: Domingo de Guzmán. Vivió
y gobernó en el Tecpan o casa del cacique que exigió se levantara al mismo
nivel que el convento dominico. Sus descendientes siguieron gobernando por cien
años más.
UNO FLOR, fiel a su pueblo, a sus profunda identidad
religiosa, siempre digna y de pie ante el mundo, murió segura de que su pueblo
seguiría vivo en esa tierra, como hoy tantas aguerridas oaxaqueñas viven
luchando por conservar sus tradiciones religiosas y una vida mejor.
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